Cuando el error eclipsa el aprendizaje.

Creo que a todos nos ha pasado alguna vez dedicar tiempo, esfuerzo e ilusión en hacer algo muy bien y, sin embargo, que la atención se centre únicamente en ese pequeño detalle que no salió como esperábamos. Ese momento en el que el valor de todo el esfuerzo realizado parece diluirse por un fallo mínimo

En la escuela, esta lógica se reproduce con demasiada frecuencia. El énfasis excesivo en el error, acaba eclipsando el proceso, las decisiones acertadas y el aprendizaje real que se ha producido. Así, el fallo deja de ser una oportunidad para comprender y mejorar y se convierte en un elemento desmotivador, tanto para el alumnado como para el profesorado.

Precisamente por eso resulta necesario replantear nuestra mirada pedagógica. Cuando aprendemos a interpretar los errores no como manchas que invalidan el trabajo, sino como huellas del proceso de aprendizaje, cambia por completo el sentido de la evaluación y de los proyectos educativos. Dejar espacio a lo que no sale perfecto no significa bajar el nivel de exigencia, sino elevar la profundidad del aprendizaje.

Aceptar que incluso un buen trabajo puede contener fallos y que estos merecen ser analizados con rigor y serenidad es un paso imprescindible para construir una educación más justa, más reflexiva y más alineada con la realidad. Porque fuera del aula, como dentro de ella, aprender no consiste en hacerlo todo sin errores, sino en saber qué hacer cuando aparecen.